Empresas invitadas a reinventarse con la crisis del coronavirus: Armor reorienta su producción para fabricar visores 3D para mascarillas para profesionales sanitarios
Por Hubert de Boisredon, director de la empresa Armor
La pandemia actual está creando una crisis económica sin precedentes. Pero más allá de este drama, otro desastre ecológico más profundo amenaza a los habitantes de nuestra Tierra. Que esta pandemia nos empuje a reinventar la forma en que manejamos nuestras vidas, nuestras relaciones y el mundo.
A medida que el conoravirus SARS-COV2 hace estragos, con su cuota de muertes que nos recuerdan nuestra fragilidad humana, la economía también está soportando la peor parte del impacto de los cierres de empresas y la caída de la demanda. La pérdida de actividad económica mundial es actualmente del 50%, con un parón repentino en sectores enteros como la automoción, el transporte aéreo o el turismo. Un tercio de los empleados del sector privado en Francia están en desempleo parcial. En los Estados Unidos, ya 20 millones de estadounidenses están desempleados y algunos ya pronostican que esta cifra podría duplicarse. En India, el confinamiento provoca el éxodo de millones de trabajadores por las carreteras, a pie, a cientos de kilómetros de sus hogares. Como no pensar también en el impacto de este confinamiento mundial para todos los microempresarios que al no tener protección social lo pierden todo. Los economistas predicen una caída de hasta -10% en el PIB mundial en 2020. Los mercados bursátiles mundiales se han derrumbado en un -40% y esto probablemente sea solo el comienzo de un ciclo bajista a largo plazo. A diferencia del crack bursátil de 1929 o la crisis subprime de 2008, esta pandemia paraliza el aparato productivo y por tanto destruye el corazón de la economía real.
Este desastre sin precedentes a escala planetaria tiene otra particularidad. El sociólogo Bruno Latour explica muy bien que se trata de un gran desastre económico tras un gran desastre sanitario, encapsulados estos dos desastres en un desastre de fondo aún más importante que aún no ha sido tratado con los medios adecuados. Quiero hablar de la catástrofe ecológica ligada al caos climático y la destrucción de la vida, y con ello las terribles consecuencias para cientos de millones de pobres en el mundo. Sin embargo, el reto es enorme: debemos reducir a la mitad nuestras emisiones de CO2 para 2030 (¡en apenas 10 años!) para aspirar a poder alcanzar la neutralidad en carbono a más tardar en 2050.
Ante esta situación, son posibles dos actitudes: una que consistiría en esperar que el final de la pandemia del coronavirus comience de nuevo “desde arriba” como antes, con el afán añadido de recuperar el ritmo de ralentización observado, o una que reflexionar sobre otro futuro posible para la economía. Algunos ya se han posicionado a favor de la primera opción, como Donald Trump que, a diferencia de la Unión Europea, acaba de revisar a la baja los objetivos de emisiones de CO2 fijados por Barack Obama para el sector de la automoción. Su objetivo es reactivar la producción de coches grandes para estimular la producción de petróleo y la economía americana tras la actual crisis sanitaria. Pero para nosotros cristianos o hombres y mujeres de buena voluntad que queremos escuchar los signos de los tiempos, ¿no hay otra manera de acoger?
Podemos esperar encontrar una solución a la crisis de salud tarde o temprano. Probablemente se inventen vacunas. Pero otros virus son de temer en los próximos años, siempre que no hayamos abordado el problema en su origen y, por lo tanto, dejado de destruir la biodiversidad. Estamos entrando en un nuevo ciclo global, para el cual debemos escribir nuevas reglas, diseñar nuevos objetivos, nuevas imaginaciones. Se trata pues de adaptarnos en profundidad y de llevar a cabo una reorientación importante de la economía. ¿Vamos a seguir apostando por un crecimiento cada vez más fuerte para aumentar cada vez más los beneficios y las cotizaciones bursátiles? ¿Vamos a seguir transportando por aire toneladas de flores y frutas alrededor del mundo porque llegan al mercado más baratas que las de nuestros productores locales? ¿Vamos a cubrir nuestras tierras agrícolas con paneles fotovoltaicos importados de China, cuando existen alternativas más adecuadas? ¿Seguiremos fabricando enormes yates de lujo con un consumo de combustible de hasta 80 toneladas diarias? ¿Vamos a encontrar colas en los supermercados fuera de las ciudades después de haber experimentado los beneficios de las pequeñas tiendas locales?
La crisis que estamos viviendo abre caminos para una economía más humana, solidaria y fraterna. Vemos los beneficios de los cortocircuitos: la importancia del agricultor local y el jardinero del mercado que nos alimentan, y las pequeñas empresas que dan vida a los vecindarios. Apreciamos la calma de las ciudades, la mejor calidad del aire y valoramos los medios de transporte más ecológicos: caminar, andar en bicicleta, autobuses eléctricos. Nos damos cuenta de que el suministro de alimentos, productos farmacéuticos y artículos de primera necesidad depende de la fabricación local. Profesiones en ocasiones devaluadas han demostrado que son imprescindibles: cuidadores, conductores, cajeros, artesanos, obreros de producción… Sin ellos, la economía no funciona. No hay duda de que hay una invitación a revalorizar estas profesiones esenciales.
El “cómo” no se conoce. Está por inventar, inspirándose en las soluciones que surgen aquí y allá: los fabricantes han podido demostrar lo rápido que pueden adaptar sus fábricas para producir las máscaras, viseras, geles, respiradores, batas o guantes que tanto faltan. Sigamos con este esfuerzo, para que el encierro se convierta en crisálida, primera fase de una metamorfosis. Creemos que nos espera un futuro emocionante. Quizás este terrible calvario sanitario abre un nuevo camino para acoger en nuestro interior a los primeros, en una nueva relación con el mundo, a inventar nuevas formas de actuar en nuestros comportamientos individuales y colectivos para la economía.